NOSOTROS LOS TÍMIDOS,
1
LOS ROMÁNTICOS
Nunca se conocieron
hombres más taciturnos,
más inocentes, más extraños,
y con más valor para morir en los ríos de los campos:
caminaban diariamente las calles, en grupo,
y al caer el sol se reunían con sus amantes,
y amanecían perdidos en los bancos públicos,
besándose como borrachos.
No eran héroes ni políticos ni sacerdotes.
No eran grandes tan grandes
ni hacían otra cosa que no fuera amar
a sus amantes:
nunca construyeron casas, edificios, en fin: barcos.
Sólo vivían, detrás de la ferretería,
esperando que un día alguien preguntara por ellos.
Nunca mataron ni robaron,
nunca pensaron ser héroes
o construir una patria en el cielo del Dios Malo,
en fin: casarse con doncellas en aquellos turbios veranos.
Pero prepararon sus cosas, un sábado de calor,
se fueron lejos
y ni siquiera escribieron cartas o poemas de amor
a sus amantes.
Pero cada cierto tiempo —continuamente por abril y mayo—
la gente pregunta
por los románticos.
HABÍA UNA BELLA MUJER EN EL BARRIO
Había una nueva y
bella mujer en el barrio:
en las tardes parecía construida
en el rápido movimiento de la miel.
Había una bella mujer en el barrio:
paseaba después de las dos
por las calles Mirador y Central:
era bella, y los muchachos la hablaban
de ruidos caídos sobre concubinas solitarias,
y yo sólo pensaba, muriéndome de frío,
en aquella inmóvil y perfecta figura de mujer
dormida y desnuda en la cama,
y golpeaba mi corazón en el aceite,
recordándola detrás de la ventana cerrada.
Había una bella mujer en el barrio:
arrastraba a los muchachos por sus fotografías de
cumpleaños:
cruzaba las calles sonriendo
—y a veces llorando— y no hablaba con nadie:
tenía un corazón grande grande
y parecía toda una puerta derrumbada por un enamorado
borracho
cuando los muchachos le preguntaban
por qué no se quedaba hasta las ocho
y le preguntaban si eran celosos sus padres
o si estaba casada.
NOSOTROS LOS TÍMIDOS
Los tímidos no tenemos lugar en la
tierra:
la madera se cierra de súbito como una ola estrellándose
al leve movimiento de nuestras manos por el aire.
No tenemos oportunidad,
no tenemos lugar en la tierra:
sólo tenemos el llanto,
una que otra muchacha rota a media calle
y tal vez una secretaria aburrida y frustrada.
Los tímidos no tenemos una segunda
ni una primera oportunidad sobre la tierra:
nos toca esperar la hora del autobús o el tren,
solitarios y tristes sobre bancos fríos,
mientras ellos se besan abrazados,
riéndose de la luz.
Los tímidos no tenemos oportunidad sobre la tierra:
del reparto, nunca nos toca nada:
siempre llegamos tarde.
ES MARAVILLLOSO MORIRSE JOVEN
Es maravilloso morirse
joven, bien joven:
sobre todo cuando se tiene sólo veinte años.
Es una hermosa experiencia
y es una lástima que no pueda repetirse:
cuando te mueres a los veinte años
a tu funeral vienen muchachas de senos redondos y movedizos,
señoras recién casadas,
niñas adúlteras, viudas solitarias,
prostitutas de ejecutivos y diplomáticos,
y no duermen durante muchas noches,
pensando en tu rostro hermoso, en la miel de tus ojos,
soñándote más allá de las sábanas y los besos:
pensarán que estás con ellas, en las sábanas, en el
baño:
estarán dispuestas para el adulterio.
CREÍAMOS TANTO EN EL AMOR
Creíamos tanto en el
amor:
tanto creíamos.
Creíamos tanto en el amor:
creíamos que estaba en la cama,
en hacer el amor durante la siesta,
en los números o en los paseos por el jardín
o tal vez en los besos en el sofá de la sala.
Creíamos tanto en el amor:
tanto creíamos.
No sabíamos nada,
sólo recordábamos algunos derrumbamientos entre Papá y
Mamá,
algunas contradicciones entre novios y hermanas
y una que otra derrota entre vecinos.
Creíamos tanto en el amor.
Tanto creíamos.
MARINELLY MI COMPAÑERA
Marinelly mi compañera ha muerto.
Apenas anoche estábamos juntos
tomando cervezas en el mostrador del bar
donde ella ganaba el dinero que luego repartía conmigo
mientras nos moríamos de ganas en la cama
y mientras ella me pedía a lágrimas y a besos largos y
sucesivos
que nunca la dejara sola en estos pianos oscuros que huyen
deslizándose entre espacios vacíos,
porque la vida le sería difícil y hasta quizás inútil.
Marinelly mi compañera ha muerto.
Anoche tomábamos juntos y me repetía lo mismo:
que nunca la dejara sola porque un día terminaría
pudriéndose
y en este mundo sólo me tenía a mí.
Pero Marinelly -ya lo he dicho más de una vez- está
muerta.
Marinelly mi compañera está muerta.
Apenas anoche nos tomamos la última cerveza en un mismo
vaso
como ella siempre me lo pedía.
Quizás por eso me habló de personajes de nombres largos.
¡Qué melancolía: Marinelly mi compañera está muerta!
UNA CARTA DE PAPÁ
Papá me escribió de
Nueva York
—porque él vive allí desde que yo tenía nueve años—.
“Sé que dirás algo”, escribe.
“No es justo que te rompan la cara,
que te echen como ladrón de tu casa.
“Estoy seguro que no te quedarás callado,
que dirás por lo menos algo”.
Y es casi una desgracia, pero no diré nada,
no diré nada:
ni una ni dos ni tres palabras:
él mismo me lo aconsejó una noche
cuando discutía cosas de muchacho con una hermosa muchacha:
“al enemigo”, me dijo, ”no se le da importancia:
después coge alas”.
DÉJAME CAER SEÑOR
Déjame caer, Dios mío.
Déjame caer de alto y de un solo golpe.
Déjame caer, Dios mío.
No del techo de la casa que siempre termina derrumbándose,
a veces por la lluvia, otras veces por la carga de flores.
No de las nubes blancas que flotan como sujetadas por
puertas
ni de las azules.
No desde donde andan los aviones militares.
Déjame caer de alto, Dios mío,
y de golpe.
No desde donde andan los astronautas norteamericanos
y donde está el Dios Malo.
No desde el sol que se acumula en la ventana cerrada.
No desde donde las estrellas son grandes, más grandes, y
están limpias
de manchas y otras cosas.
Déjame caer, Señor:
déjame caer desde alto:
desde donde estás.
Primero, Dios mío, súbeme alto: después,
déjame caer de un solo golpe.
Marinelly.com
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