MUJERES, 1
II
CUÁNTAS COSAS LE PEDÍA
Cuántas cosas le
pedía: cuántas.
Tan sólo una máquina de escribir, un cartón vacío, papel
y un poco de calma.
Nunca le pedí el corazón de Lindon Johnson:
nunca un quién vive yo mi General.
No le pedía un Padre Nuestro ni un Ave María:
no le pedía las siete palomas debajo del vestido.
No le pedía un avión militar
ni uniformes de infantes de marina
ni los informes sobre borracheras de vecinas
o los discos de Ana Belén.
Cuántas cosas le pedía: cuántas.
Nunca le pedí un deseo de irme de súbito y para siempre:
nunca una falsificación de ojos de mujeres.
No le pedía zapatos de héroes:
nunca le pregunté por qué llegaba tarde
o por qué no aprovechábamos cualquier tarde para dormir.
Reconozco mi ingratitud: un día le pedí
que me acompañara al jardín.
Cuántas cosas le pedía: cuántas.
Tan sólo una máquina, un cartón vacío, papel
y un poco de calma.
MI MAESTRA
Ella era profesora de
primaria y tenía veinticinco años
cuando la conocí:
yo tenía tres meses.
“Qué cosa más mona”, dicen que decía.
“Qué ojos más hermosos tiene”.
Y mi cuerpo andaba de manos en manos:
mamá se sentía segura, y no le importaba:
no tenía que cuidarme cuando andaba por las calles.
Entonces a ella le dio por llevarme a su casa de soltera,
a prepararme la leche y a bañarme,
y un día terminó diciéndole a mamá
que nunca se casaría con otro hombre.
Cuando papá le preguntó por qué,
ella respondió que sólo podría casarse conmigo.
Y todos estuvieron de acuerdo con el futuro matrimonio
a celebrarse veinte años después:
todos estuvieron de acuerdo, excepto yo.
Pasaron los años y ella nunca se casó:
aprendí con ella a escribir
papá sube con mamá a la loma,
tres por nueve son veintisiete,
después de m
se escribe p,
el cuerpo humano se divide en tres partes.
Cuando cumplí los veinte años, en mayo,
todos se reunieron en casa, a fijar posición,
a darme la sorpresa:
pero las cosas habían cambiado mucho en tanto tiempo:
ella estaba muy vieja —tenía cuarenta y cinco años,
y papá quería un nieto para que se quedara con mamá en la
casa—,
y yo ya no era tan bello,
así que alguien la llamó vieja jamoma engreída
y ella se fue a su casa de soltera
llorando.
OTRA VEZ SOBRE MI PADRE
“Soy un exiliado,
político o como quieras llamarlo”,
escribe mi padre.
“Siempre lo he sido”, añade.
Y hasta cierto punto es cierto:
su vida ha estado completa de clausuras y naufragios:
primero los años durante la Guerra en la Capital,
después su huída oportuna a Nueva York.
Y todo parece indicar que mi padre
tiene nuevamente la razón.
Sabía que fue revolucionario a medias
y, sobre todo —sobre el hielo, sobre la guerra misma—,
mujeriego a tiempo completo.
A mi tercer hermano y compañero
—él nació en el 1966,
es decir un año después de la Guerra—,
lo llamó Francisco Alberto
por aquello del Coronel Caamaño;
al cuarto lo llamó Héctor Aristy
—fue en 1968—
por aquello del revolucionario,
y a la más pequeña —y única hembra en la familia—,
la llamó Leidy, para que no se pareciera a ningunas
de esas mujeres que duermen bajo los árboles
sólo pensando en las camas
y preguntando —sobre todo— por la hora.
Pero —y qué extraño, y qué pureza—
no sabía eso del exilio y desde siempre.
Qué diablos: el hijo no sabe
que su padre estuvo enfrentando la muerte.
Sabía -eso sí- que en 1972 huyó a Canadá
—y hasta me dejó su maleta y cosas de hombre—,
y duró trece días preso.
“Soy un exiliado, político o como quieras llamarlo”,
dice mi padre todavía en Nueva York.
“Mira qué ironía”, aclara y ya no habla.
Pero yo lo sé: lo adivino dentro de su pecho y la carne,
porque la vida sabe jugarle la mala a mi padre,
porque sí nada más:
recuerdo que mandó a declarar a mi hermano Héctor Aristy
-es decir, a notificar su nacimiento legal-,
y el mensajero perdió el papel y olvidó lo que decía,
y allá se inventó un nombre.
Así que mi hermano —para la Ley—,
no se llama Héctor Aristy, sino Patricio
que en definitiva es más arriesgado y peligroso,
sobre todo por aquello de Duarte.
“Mira qué ironía”, dice mi padre, y ya no habla.
LUCHA DE CLASES
Ella era amante de un
hijo de rico, y también
a veces
compartía el amor conmigo
sobre todo
cuando no estaba muy ocupada:
era una lucha de clases.
Era, por ejemplo, una actividad de jugadas:
yo esperaba que él saliera de viaje
y entonces ella me invitaba a la casa.
Porque ella era ingenua:
tejía las sábanas de palabras.
Recuerdo cómo comenzó:
el padre de su amante
buscó una excusa para meterme a la cárcel.
Y aquella noche, yo solo con mi corazón en la oscuridad,
mi corazón vio cuando los dos pasaron en auto por la calle
como amantes:
era muy tarde, y como estaba solo pensé en muchas cosas,
como por ejemplo en mirarla, cerrarle el paso
y hablarle de poesía
y de melancolías
de concubinas solitarias.
Claro que él tenía su esposa de rico
—aunque nunca la amó como a su amante—,
así que apenas nos dejaba respirar:
sobre todo si era verano
y las hojas de los árboles se iban por el aire,
volando.
LA OTRA
Mi novia me ha
preguntado largamente por mi novia.
Es decir, me ha preguntado por mi novia, por la otra:
además de primera, me dejó una deuda increíble, injusta:
será siempre mi amada
aunque nos divida un nombre raro y un apellido más largo,
una familia, aún el coche, una carrera
y lo más importante: la vida.
Mi novia —qué extraño—,
me ha preguntado por mi novia:
es decir, por la otra, por la periodista:
la que me hacía esperar hasta la medianoche
para hablarme de presidentes y secretarios de Estado.
Es extraño —sucede en la cama—,
pero mi novia —es decir, la última—,
me ha preguntado por mi novia, por la otra que quiero tanto:
tendré que decirle algo, cualquier cosa:
quizás que está enferma de cáncer,
tal vez que se pudre en un hospital o en una oficina
o probablemente que está casada
con un secretario de Estado.
RUPTURA DE RETRATOS
Qué bella, qué
completa, qué triste y a veces alegre
es la secretaria.
Sé que me mira —y a veces llora—, y calla:
se oculta detrás de las puertas
y miente para verme a solas
y para hablarme —váya excusa, váya pretexto—
de cartas firmadas y de palabras provocativas o hirientes.
Qué bella, qué completa, qué triste y a veces alegre
es la secretaria.
Se enamoró de nuestro jefe:
a veces me invita a cenar o a comer helado
—aunque no tengo coche—
para hablarme de él y de su riqueza y de sus breves
romances:
si tengo suerte -y no importa el día ni la hora- y se pone
triste
me da un beso largo, a ojos y puños cerrados,
y me invita a la cama.
TRES VECES SOLO
Ahora mismo —hace
sólo un rato—,
me ha dejado:
me ha dejado solo. Solo y tres veces solo.
Un rato atrás —ahorita mismo—,
ella preguntó por personas de nombres extraños,
por el prefacio de la sal en la madera,
por el zapato vacío que venía sin dirección a la casa,
por esa cosa hermosa y larga.
Hace un rato —sólo un rato—,
nos queríamos tanto, abrazados en los bancos públicos:
pensando en la paz y odiando a risas la guerra:
me decía largamente que odiaba esa cosa grande y hermosa
porque le traía recuerdos
tristes y desde lejos.
Ahorita mismo —hace sólo un rato, más otro rato—,
me ha dejado:
me ha dejado solo. Solo y tres veces solo.
DECLARACIÓN PERSONAL
Esto es una
declaración de guerra personal
contra la bestia bautizada con un nombre que me permitiré
no
mencionar,
llamado también por nombre de rey,
aunque no tiene nada de real, ni siquiera la manera de
vomitar:
le declaro una guerra prolongada,
una guerra que no termine nunca.
Le declaro una guerra personal a esa bestia:
se la declaro a cualquier hora del día y de la noche:
se la declaro eternamente.
Donde esté, con quien esté en la cama o en el baño,
le declaro la guerra a esa bestia que no merece siquiera un
nombre:
que todas las cosas buenas le pasen
cuando esté durmiendo, soñando que tiene la mejor puta del
barrio:
que despierte sobre ese fango que lleva en los ojos
y que lo mate el frío o el agua.
Le declaro la guerra a esa bestia que apodan con nombre de
rey
y que vive en un barrio de gallinas en la República
Dominicana:
no porque siempre envidió mis cosas, lo que hacía:
le declaro una guerra personal
a brazos partidos o a ojos cerrados:
moriría con la mayor satisfacción:
que siempre fue la peor bestia entre las bestias
a pesar de todas las vainas,
incluyendo el negocio y el dinero de sus padres.
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