La
Devuelta
Para el professor Carlos Fernández
Rocha
ran probablemente ya las
una cuando María Dolores salió al camino, con la
comida, para dirigirse al conuco, donde su esposo Lorenzo
seguramente la estaba esperando. Pero tan pronto
miró el cielo, comprendió que algo andaba mal en el
pueblo, que algún vagabundo quería acabar con la vida
de un hombre de trabajo, y sintió miedo. Ella sabía
que cuando el cielo se ponía tristemente de todos los
colores, estaba llorando porque las cosas no andaban bien.
Pero
no le dijo nada a su esposo. Sin embargo, cuando
avanzaban por el camino de regreso al bohío, ella
volvió a mirar el cielo, y él trató de adivinar su
pensamiento. A él sólo se le ocurrió pensar que en esa
tarde, bien clara primero pero que ahora se estaba
oscureciendo, se iba a poner el mismo tiempo de
lluvias que había terminado seis días atrás.
—Hoy
empieza de nuevo la lluvia —dijo el hombre desde el anca
del burro, tratando de adivinar—. Anoche, los callos no me
dejaron dormir.
La
mujer, de piel blanca pero quemada por el sol, de brazos
largos y senos parejos, iba un poco más adelante que su
marido. Él iba sobre el lomo de un asno peludo y llevaba un
machete embutido en una vaina que colgaba de su hombro
izquierdo, y en su mano derecha sujetaba la jáquima del
animal.
—Para
mí como que no lloverá —respondió la mujer—. El
cielo está jabao. Parece que se va a morir alguien.
No
volvieron a hablar hasta que llegaron a la casa.
—Recuerda
lo que me prometiste —dijo su mujer, cuando ya entraban
a la cocina—. Hablarás con tu compadre Pablo para que
reciba sus tierras.
El
hombre volvió a salir del bohío para poner el burro a
comer en la grama del patio. Cuando entró al bohío, de
nuevo, se dirigió directamente a la cocina, y allí
encontró a su mujer detrás del fogón, tratando de hacer
candela. Se le acercó y le iba a decir algo, pero
escuchó una voz de mujer murmurar, probablemente desde
fuera de la casa, las buenas tardes. Era su vecina
Josefina.
Pronto
apareció en la puerta.
—¿Ustedes
no van al velorio? —preguntó. Se sentó en los
escalones que bajaban a la cocina.
—¿Quién
se murió, Josefa? —preguntó él. Se apartó de su
mujer y tomó asiento. Sacó el machete de la vaina y se
puso a hacer rayas en la tierra amarilla del suelo.
—El
marido de Eusebia —explicó la mujer, levantándose de
los escalones y arrimándose al fogón.
El
hombre interrogó a su mujer con los ojos, antes de
hablar.
—Anda
tú por mí, María Dolores —dijo, levantándose del
suelo—. Yo iré a comprar la comida de mañana.
La
mujer observó detenidamente la llama de candela subir por
las piedras del fogón, después miró a su vecina. Apagó
el fuego, dio la espalda a su marido, y entró al bohío.
—Yo
te lo decía —exclamó desde el aposento—. Alguien
estaba por morirse.
El
hombre no contestó. Caminó hasta los escalones y se sentó
al lado de su vecina.
—Ella
siempre adivina estas cosas —dijo.
Su
mujer regresó después de un rato, ya vestida de negro, y
le entregó un trozo de papel.
—Ahí
van los tres pesos que nos quedan —dijo.
Se
sentó en las piernas de su marido, le apartó el pelo lacio
y negro que cubría su estrecha frente, le cubrió el
cuello con uno de sus brazos y le besó en la mejilla; luego
hizo una señal a Josefa y las dos salieron al camino.
Lorenzo
se apoyó su cuerpo sobre la pared y se quedó dormido.
Cuando despertó, era casi de noche. Cerró la puerta del
bohío, y se dirigió al camino. En el camino ya, vio de
nuevo las nubes negras que se movían lentamente en el
cielo nublado, y pensó que, a pesar de todo, iba a
llover. Volvió al bohío, con paso rápido; pensó que la
noche podría ponerse demasiado oscura y lo mejor sería ir
armado, y enganchó el machete.
No
había caminado la mitad del camino cuando empezó a caer
una llovizna liviana y fría. Poco después se desató un
intenso aguacero, y por el camino descendió la
oscuridad de la noche. El hombre y apuró más el paso.
Aunque,
por mucho que apuró, su cuerpo estaba completamente
mojado cuando alcanzó la pulpería. Entró por una de las
puertas que estaban abiertas. Detrás del mostrador, su
compadre don Pablo, un hombre grueso, más cerca de los
sesentas que de los cincuentas, vaciaba un saco de azúcar
en una caja de madera. Al entrar Lorenzo, levantó la
cabeza.
—Compadre
—dijo.
—Buenas
noches, don Pablo —contestó. Sacó el trozo de papel, y
se lo extendió, entonces caminó hasta la puerta y
contempló cómo caía la lluvia sobre el pueblo
solitario.
—Qué
tormenta —escuchó que le decía.
Pero
Lorenzo no contestó.
—¿Dónde
está su mujer? —preguntó.
Lorenzo
se pasó las manos por los cabellos mojados.
—Fue
a cumplir con Eusebia —. Pensó un rato, y de pronto
pareció interesarle la conversación—. Es raro que
usted no anda. La gente decía que ustedes eran buenos
amigos, cuando el difunto tenía dinero.
Don
Pablo penetró en un cuarto detrás del mostrador, y
regresó con una funda plástica entre sus manos e
introdujo en ella las provisiones, con una tremenda
habilidad.
—Así
mismo es —explicó—. Éramos buenos amigos, pero
alguien tenía que entenderse con el negocio. Pero mi
mujer y a su ahijado están con la difunta.
Lorenzo
sacó los tres billetes, ahora húmedos, del bolsillo, y
se los entregó al viejo.
Don
Pablo abrió una pequeña caja de metal, puso los tres
billetes húmedos en un lado, y del otro lado sacó unas
cuantas monedas.
—Vea
la devuelta —dijo, poniendo las monedas al lado de la
funda plástica con las provisiones—. Caramba,
compadre, parece que a usted le va mejor de lo que nos
haces creer.
Lorenzo
caminó hasta el mostrador, recogió el paquete y las
monedas.
—No
creas, compadre —dijo, para decir algo—. Ese era un
dinero que la mujer había ahorrado. Usted sabes que esta
es nuestra peor época.
Don
Pablo contempló la calle. La lluvia cercaba la noche.
—Usted
es un hombre afortunado, compadre —dijo—. Usted es una
persona joven. Además, tienes una mujer bonita e
inteligente.
A
pesar de que la lluvia continuaba con más persistencia,
Lorenzo se acomodó las provisiones bajo un brazo y
salió.
—¡Así
mismo es, Don Pablo! —contestó desde el camino,
saltando pozos de aguas sucias.
Bajo
el castigo insoportable de la lluvia, atravesó
rápidamente los dos principales callejones del pueblo.
Una vez en la casa, llevó las provisiones a la cocina, y
pensó en su mujer. Joven y con una mujer bonita e
inteligente, repitió. Cuando entró de nuevo a la casa,
todavía estaba pensando en ella. Entonces se llevó una
mano al bolsillo, donde había guardado la devuelta, y
sacó las monedas. Las empezó a contar descuidadamente,
pero pronto se detuvo, afligido, al comprobar la cantidad
de dinero que encontró. “Don Pablo me devolvió mal”,
se dijo. “Qué vaina. Ahora tendré que volver
mojándome a la pulpería”. Sin pensarlo dos veces,
se puso en marcha de regreso a la pulpería.
Mientras
regresaba, pensaba sin querer en su conuco. Don Pablo,
siempre tratando de ayudar los pobres, le había permitido
hacer un conuco en uno de sus interminables bosques, con
la única condición de repartir los productos entre ambos
y de que le entregara el terreno sembrado de hierbas
para éste alimentar su ganado. Pero las lluvias habían
empezado nueve días atrás y habían arrasado con los
frutos que con tantos esfuerzos había sembrado en el
conuco. Tenían tres días comiendo sólo batatas
hervidas, pues Don Pablo no podía darle crédito porque
sabía que no podían pagarle en un futuro inmediato, ya
que no había frutos en el conuco. Por lo menos eso les
decía Don Pablo.
Dejó
de pensar, al ver que habían cambiado la luz de la
pulpería, cuando la alcanzó a divisar, perdida en la
oscuridad. Ya sólo había una puerta entreabierta. La
lluvia seguía con más insistencia y no parecía que iba
a terminar durante toda la noche. Escuchó voces
cariñosas y suaves, dentro de la pulpería. “Ya la
comadre regresó”, pensó. Y abrió la puerta.
Lo que
vio le dejó asombrado: en un rincón, sobre una pila de
aparejos, estaba Don Pablo, con su cabeza metida entre los
senos de una mujer que reía en sus rodillas... pero no, esa
no era la vieja del pulpero.
Don
Pablo, que estaba de frente al camino, no vio a su
compadre que se había detenido en el umbral de la
puerta, porque su cabeza continuó entre los senos de la
mujer. Pronto, sin embargo, él levantó su cabeza para
besar la mujer. Cuando el viejo vio a su compadre en la
puerta, pestañeó y se puso pálido.
La
mujer, asustada, se volvió. Entonces, Lorenzo vio el
rostro pálido de María Dolores; vio su cuerpo
enteramente desnudo. Quiso morirse cuando recordó que su
compadre la estaba besando. Miró, con rencor y rabia, a
su compadre; después a su mujer.
—¡Puerca...!
¡Hija de perra! —gritó—. ¡Precisamente con mi
compadre, perra!
Ella
miró a su esposo, después al viejo.
—Lorenzo...
—empezó a decir. Pero las palabras no le salían—.
Yo... Yo...
Lorenzo
sintió que el sudor corría por debajo de su ropa
mojada. Sacó el machete de la vaina, giró sobre su
mujer que se había alejado del pulpero mientras se tapaba
los senos con las manos, y descargó con violencia el filo
del machete sobre su cabeza.
—¡La
tienes que pagar, maldita! —gritaba—. ¡La tienes que
pagar, perra...!
El
rostro de la mujer se vistió rápidamente con una máscara
roja. De los cabellos le brotó un río de sangre que
descendió por la frente pasando por la nariz; después
por la boca pequeña, donde tomó un descanso para
penetrar a los dientes blancos y parejos, y finalmente
sucumbir entre sus senos desnudos y sus dos manos
abiertas. Abrió la boca y cayó al suelo.
Impulsado
por el miedo, Don Pablo pestañeó y miró a Lorenzo de
reojo; luego corrió hacia el cuarto detrás del
mostrador, mientras Lorenzo contemplaba la mujer en el
suelo, aún con los ojos abiertos.
Lorenzo
se acercó al cuerpo inmóvil de la mujer. Miró el
machete ensangrentado, todavía en sus manos; contempló
la sangre que aún salía por la cabeza de la mujer y que se
acumulaba en el suelo. Entonces comprendió que se
estaba quedando solo en este mundo, y sintió miedo. Con
los ojos llenos de rencor, se levantó de un golpe y se
volvió de frente, buscando con la vista al viejo,
empuñando con rabia el machete.
Pero
Don Pablo regresaba ya, armado de una escopeta de dos
cañones. Miró a su alrededor, se apoyó del mostrador,
apoyó la culata del arma en su pecho; apuntó a
Lorenzo, que se le acercaba con el machete levantado, y
disparó. El disparo rompió el silencio que había
traído la lluvia.
El
primer tiro lo alcanzó en el pecho. El impacto lo empujó
hacia atrás: su cuerpo se estrelló contra la pared, y
cayó al suelo. Inmediatemente, un chorro de sangre se
empezó a deslizar rápidamente por su pecho.
—Algún
día tendría que matarlo —dijo el viejo, acercándose
con la escopeta en una mano.
El
hombre trató de producir una sonrisa, pero los labios se le
negaron. Quiso levantarse, pero una espuma roja brotó de
su boca, y el dolor en el pecho le aumentó de tal manera
que ya no podía moverse.
Hizo
un desesperado y último esfuerzo, para llamar al viejo, con
voz casi muerta; pero el viejo no se le acercó. Volvió y
le llamó, ahora con más fuerza, y el pulpero se le fue
acercando con miedo, con la escopeta lista para disparar.
Cuando
el pulpero se le acercó lo suficiente, el moribundo
extrajo de un bolsillo las monedas que había recibido
de devuelta y apenas pudo dividirlas en dos.
—Tenga,
Don Pablo —murmuró. Trató de parar la sangre que salía
por el hueco en el pecho—. Vine a devolverle... vine a
devolverle este medio peso, que me lo dio de más cuando
me entregó la devuelta.
Marinelly.com
Mapa del libro | El autor | Contactar
|