Durante
la tormenta


a muchacha cruzó el patio bajo la lluvia, pisando los pájaros nacidos la noche anterior, y se dirigió al ex­cusado. La otra mujer, alimentando los pá­jaros en el otro extremo de la casa, la vio pasar, y la olvidó. Eran las diez menos cinco, y sólo pensó en los pájaros nacidos du­rante la noche y en los estragos continuos que seguiría causando la tormenta. Las jaulas tardarían aún tres días más en llegar, y anoche, por un momento, pensó que la lluvia terminaría antes de las diez.
         La muchacha, que no la vio, entró al excusado. Enton­ces sin­tió un tropel de moscas en el aire, entre la lluvia y el mal olor, y pen­só en él: anoche soñó que los dos nadaban en un río que no ter­mi­naba nunca. En el sueño, ella sentía gallos y galli­nas, a­ho­gados, flotando sobre el agua y moviéndose con las corrien­tes que se formaban continua­mente. Quitó la tapa de madera de la iz­quier­da, y se sentó, aún vestida, sobre la obertura circular, y trató de no pensar en nada. Pero pronto sintió el olor de las plumas de pá­jaros mojados, confundido entre el mal olor que levantaba la caí­da de la lluvia sobre la tierra mojada. “Mariana”, pensó, y la sintió pe­gada de la puerta.
         —Te adelantas media hora —escuchó que decía afuera.
         Se levantó de la obertura, recogió el vestido hasta la cintura, y vol­vió a sentarse sobre el retrete.
         —Quién es él —escuchó decir a la mujer, aún afuera.
         Iba a preguntarle de qué hablaba, pero no lo preguntó.
         —No lo sé —respondió.
         La mujer entró. Llevaba un vestido blanco y un sombre­ro azul. Estaba mojada, pero el mal olor estaba pegado de su piel, por­que estaba limpia. Tenía tres meses cuidando los pájaros que el es­po­so atrapaba, por medio de trampas, en el bosque, y que ella lue­go do­mesticaba. Se sentó en la obertura circular de la derecha, mi­rán­dola.
         —Cómo es él —preguntó—. Es decir, es alto, blanco.
         —No lo sé —respondió.
         —¿Lo conozco?
         —No lo creo —respondió.
         A lo lejos, escucharon voces. “Las diez”, dijo la otra mujer, y pre­guntó:
         —Dónde lo conociste.
         —Aquí —dijo ella. Iba a agregar “en la casa”, pero no lo dijo.
         Las voces parecían cada vez más cercas.
         —Cuándo —preguntó.
         La muchacha se levantó, bajó su vestido suavemente, y volvió a sentarse sobre la obertura circular.
         Su madrastra la contempló. Recordó aquella tarde tranquila que la descubrió, en el patio, con una mano en medio de los mus­los desnudos, y con pájaro en la otra mano. “Es una lástima”, le di­jo. “Hay hombres que darían un brazo por llevarte a la cama”. Sólo dos semanas después, entró a su cuarto sin tocar, y la vio desnuda en la cama, con un guardia. Este último aconteci­miento terminó de u­nir­las.
         —Cuándo lo conociste —volvió a preguntar.
         —El miércoles —dijo—. Estaba con la ventana abierta. Me vio desde el camino, y estuvo allí toda la noche, bajo la lluvia, mi­rán­dome.
         —¿Ya se acostó contigo?
         —No ha entrado al cuarto siquiera —respondió.
         —¿Cómo puede preocuparte si aún no ha pasado nada?
         —Porque ha estado allí —respondió ella—, mojándose en si­len­cio, durante las dos noches. Ni siquiera me ha habla­do.
         Su madrastra evitó mirarla. Con las manos juntas sobre la ori­lla del retrete de madera, seguía intacta, sin mirarla; adivinan­do la caí­da de la lluvia afuera, en el patio. “Qué calor”, pensó.
         —¿Por qué piensas tanto en él si no lo conoces? —preguntó.
         —Cuando lo vi —dijo—, recordé que lo he estado soñando cada noche durante los últimos nueve años.
         Afuera se escucharon pasos y un sonido claro de espuelas ro­zan­do con la tierra mojada.
         —Es tu padre —dijo su madrastra, saliendo rápida­mente al pa­tio y corriendo hacia la casa.
         —¿Qué te sucede, Nana? —preguntó la voz del hom­bre, des­de el patio, por donde creyó que había huido su madrastra.
         Permaneció sentado sobre la obertura circular y fingió que es­ta­ba utilizando el excusado.
         —¿Qué te sucede? —volvió a preguntar la voz desde el patio.
         —Ya voy, papá —respondió.
         —He preguntado qué te sucede —dijo, todavía en el patio—, no he preguntado cuándo sales.
         —Nada —respondió, y salió al patio. Seguía llovien­do—. Nada.
         Él la miró sin hablar. Le pareció que estaba cansada, quizás no ha­bía dormido durante la noche. Entonces descu­brió los pájaros que ella había pisado, muertos sobre sus excrementos, en el camino que terminaba en la casa.
         —No irás a jugar conmigo, coño —dijo—. Sé que desde el miér­coles vienes al excusado y estás aquí hasta que se te llama a co­mer. Y no me dirás que durante cuatro horas estás usándolo.
         Ella levantó la cabeza y lo miró, pero permaneció in­móvil, tra­tan­do de no pensar en nada. Era blanca, aunque su color era in­defi­ni­ble en el rostro, sobre todo por las manchas. Seguía lloviendo y ha­ciendo calor, pero a ella no parecía importarle.
         —Desde que empezó la lluvia del calor —explicó él—, aquí na­die tiene secretos.
         La lluvia había empezado el domingo pasado, seis días atrás, y el miércoles, después de consultarlo con sus superio­res en el cuar­tel general, el teniente ordenó a todo el pueblo, incluyendo a los guar­dias, que mantuvieran las ventanas y las persianas abier­tas du­ran­te el día y la noche. “Nadie se salvará de otro modo”, sentenció. Al­guien gritó desde la iglesia que esa decisión era inmoral y parecía ve­nir más bien de un perverso que de un teniente serio, porque to­do el mundo vería lo que hacían los maridos con sus mujeres en las ca­mas. “No verán en la cama”, respondió, “pero no en el cemente­rio”. Y dio el primer ejemplo cuando llegó a su casa esa misma tar­de, abriendo las puertas y las ventanas de su casa.
         —¿Me dirás qué sucede? —volvió a preguntar su pa­dre.
         —No es nada —respondió—. Nada.
         El teniente la tomó de un mano, y entraron a la casa. Al­mor­za­ron temprano porque su padre decidió ir al cuartel sólo después de dor­mir, a las tres. Ella no durmió sino después de las cuatro. Ano­che­ció temprano, y ella despertó a las seis, cuando ya estaba os­cu­ro. Lo esperó sin bañarse, sentada en la cama, con la ventana a­bier­ta. Pero el hombre no llegó a las siete ni a las ocho ni a las nueve. Fue sólo entonces que pensó que no vendría.
         Había dejado de pensar en el hombre, y estaba pensan­do en el so­ni­do que producía la lluvia al caer afuera, cuando sintió el olor de las plumas de pájaros mojados. “Mariana”, pensó, y la vio aparecer a su espalda, en la puerta. Llevaba un el mismo vestido, pero se ha­bía cambiado el sombrero, y ahora llevaba uno blanco y nuevo. La mu­jer la miró desde la puerta y contempló, por la ventana abierta, las otras venta­nas de las casas en el otro lado del camino, abiertas y sin luz, y no dijo nada. Caminó hasta la ven­tana, y la cerró de un so­lo golpe.
         La muchacha la miraba, desde la cama, y no dijo nada. Se sin­tió vacía cuando dejó de escuchar el fuerte sonido de la lluvia ca­yen­do afuera.
         —¿Pasa algo? —preguntó.
         Todavía en la ventana, ahora cerrada, su madrastra es­taba co­mo ausente. Se volvió y abrió la ventana como mismo la había ce­rra­do, de un solo golpe.
         —Mira detrás de esas ventanas —dijo—. ¿Sabes quié­nes es­tán detrás de ellas? Son guardias, y ¿sabes qué han estado espe­ran­do?
         La muchacha, en la cama aún, no entendía. Se levantó y fue al la­do de su madrastra. Entre la lluvia, vio las ventanas abiertas, sin lu­ces, y adivinó a los hombres vestidos de verde olivo, con armas lar­gas.
         —Cómo puede ser tan tonta —dijo la mujer, como si lo preguntara—. Cómo no puedes darte cuentas.
         En el pasillo sonaron pasos y un ruido de espuelas, en dire­cción al cuarto.
         —Tu padre —dijo la mujer, sin esperar respuesta, y saltó por la ven­tana, internándose rápidamente en el jardín, bajo la lluvia.
         —No vino —dijo su padre, a su espalda, abriendo la puerta de un golpe con una pierna.
         Ella no dijo nada.
         —Ahora te harás la tonta, como siempre —dijo él, cami­nando ha­cia la ventana abierta. Pero ella se le interpuso, cerrán­dola de un gol­pe.
         El teniente la empujó, tirándola a la cama. Abrió la venta­na y al­zó un brazo a la altura de la cabeza. Después empezaron a salir los guar­dias que estaban apostados detrás de las ventanas. Sólo cuando vio las sombras de los hombres, bajo la lluvia, perderse en el ca­mi­no en dirección al cuartel, se volvió para mirar a la muchacha.
         —Claro —gritó—. La tonta. Para ella todo el mundo tiene pie­dras en la cabeza.
         La muchacha empezó a llorar suavemente.
         —¿Sabes a qué venía? —preguntó el teniente, y añadió sin es­perar respuesta—: Venía a matarme.
         Ella lo miró y pareció entenderlo todo. Intentó correr hacia la puer­ta y salir del cuarto, pero él se lo impidió. Ahora ella pudo ver por la ventana las luces encendidas y los hom­bres con sus mujeres aglo­merados detrás de las ventanas abiertas, en las casas del otro la­do del camino.
         —Son unos cobardes —gritó él. Le dio la espalada a la mu­cha­cha, miró los hombres que los miraban, y cerró la ventana de un gol­pe. Y agregó, como si no hablara con nadie—: Sólo tienen valor pa­ra matar cuando están en grupo o cuando uno está de es­paldas.




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