Consumación
de un presentimiento
lla siempre insistió
con sus padres. Esa casa no le gustaba. No sólo por el
río, o por la casa de prostitutas en la acera opuesta, sino
también por la tensión, por los continuos disparos y,
sobre todo, por su enfermedad de inútil. Además, cuando
remoderaban la casa para el matrimonio, ella sugirió que
destruyeran el viejo retrete de los trabajadores, pero su
padre dijo que luego serviría para algo.
Eran
las nueve y ella estaba en la sala, porque hacía mucho
calor, cuando el hombre entró, con las manos ocultas en
el trasero, en medio de las piernas.
—¿Dónde
hay un baño? —preguntó.
No fue
su culpa. Ella siempre insistió para que cambiaran de
casa. Además, ellos habían dejado la puerta abierta. Y
ella sin poder moverse libremente.
—No
hay baños en estos lugares —dijo. Iba a decir que
no fuera tonto y dijera sanitario, pero no lo dijo.
Volvió a repetir—: No hay baños en estos
lugares.
El
hombre se iba ya, pero lo vio. Allá, donde una vez había
estado el rancho de los trabajadores. Estaba en el fondo
del maltratado jardín, y la puerta estaba abierta.
La
miró, y sólo entonces pareció advertir su enfermedad.
Caminó rápidamente en dirección del viejo retrete,
aunque ya tenía el trasero mojado. Cayó al suelo antes
de alcanzar la mitad del jardín.
Ella,
aún en la sala, lo vio y no se movió. Sólo cuando sus
ojos se encontraron y ella advirtió su desventura, corrió
cayéndose a levantarlo. Estaba sucio ya.
—Estás
mal —dijo ella.
Pero
él seguramente no la escuchó, porque estaba inmóvil.
Con dificultad, logró arrastrarlo hasta la calle, cruzando
el jardín y la sala, y lo dejó en la acera. Nadie la vio.
Estaba segura. Cerró la puerta de un golpe y entonces
advirtió el milagro: ella podía caminar. Bueno, por lo
menos moverse. “Dios mío”, pensó, “no es
posible; cómo lo hice”.
A
veces auxiliada de las paredes, limpió el sucio que dejó
el cuerpo del hombre en todo el trayecto desde el jardín
a la calle. Sin embargo, poco después, advirtió que en
el jardín permanecía un olor extenso, caliente, que el
cálido y casual viento arrastró inmediatamente a la
sala. Pero cuando trató de explicar el mal olor,
advirtió que había una mayor diferencia: en el jardín,
era un aroma a excrementos; una vez en la sala, el
olor se propagaba y parecía convertirse en un olor a
flores quemadas. Caminó a la cocina, buscó
trementina, y la regó donde el hombre había caído
en el jardín. Pero el olor se agudizó aún más, y
cuando regresó a la cocina, ya el viento lo había
arrastrado hasta allí. Pensó que tenía que hacer algo
para que el olor desapareciera antes del sábado. Fue a
buscarlo. Abrió la puerta, lentamente, evitando ser
vista. Ya dos mujeres lo llevaban, cruzando la calle. “¡Las
prostitutas, Dios mío!, pensó, cerrando la puerta de
un golpe.
En la
noche, el calor persistió. Con el calor, también el mal
olor persistió. Era más suave, pero ya había invadido
toda la casa. Cuando sus padres regresaron, empezaron las
preguntas, y continuaron después con la llegada de su
novio Ricardo.
—Es
insoportable —dijo él.
—Qué
—preguntó ella. Estaba pensando cómo hablarle del
milagro, sin hablar del extraño o del mal olor.
Entonces se le ocurrió: cuando le mostrara el vestido
de novia, le hablaría del milagro—. ¿La noche o el
calor?
—No
—dijo—. El mal color.
La
noche fue difícil. Ricardo sólo hablaba del mal olor. Ella
llegó a olvidarse que tres días después, el sábado
exactamente, era su matrimonio. A pesar de su enfermedad.
Esperó, toda la noche, el momento oportuno para darle la
sorpresa, pero él nunca estuvo de buen humor. Quería
mostrarle el vestido de novia que le habían regalado
sus padres, el martes. Iba a comentarle sobre el color
rosado, como siempre lo soñó después de su enfermedad
y, sobre todo, cuando lo vio graduarse de médico aquella
tarde tan lluviosa como inolvidable. Entonces, le
mencionaría el milagro —sin darle demasiadas
esperanzas, por si acaso. Pero toda la noche sintió miedo.
Y ese continuo olor.
—Parece
de perro muerto —dijo él después de la cena, cuando
retornaban del comedor a la sala.
Ella
iba a decir que parecía de flores quemadas, pero no lo
dijo. Ya estaban en la sala, y pensó que su padre, en el
comedor, los escucharía discutir, y podría volverle a
sacar en cara, delante de su novio, su enfermedad de
inútil. Así estuvo hasta que Ricardo la llevó allí,
al jardín que ella había construido con piedras,
formando dos corazones, y donde él la besaba hasta altas
horas de la noche. Pero eso fue antes de la enfermedad,
cuatro años atrás, cuando compartían clases en la
universidad y eran novios felices. Ahora las cosas habían
cambiado. Hasta las caricias eran forzadas.
—¿Qué
sucede? —preguntó él.
Ella
iba a contarle el milagro, pero cambió de idea.
—Es
el olor —dijo.
Su
novio se despidió después de las nueve. En principio no le
sorprendió que se marchara dos horas y casi treinta
minutos antes que de costumbre, pero después, en la cama,
no lograba dormirse, tratando de encontrar una razón a su
apresuramiento.
—¿Pasa
algo, María Getrudis? —preguntó su padre detrás de la
puerta cerrada.
Ella
lo adivinó pegado de la pared, escuchando sus movimientos
de inválida, adentro. Apagó la luz.
—Escribía
una carta —mintió.
—¿Una
carta? ¿A quién?
—A
una compañera —dijo—. Está en el extranjero.
Fue en
la mañana, durante el desayuno en el comedor que miraba
a la calle, cuando experimentó la sensación. No supo cómo
vino, pero la sintió hasta en los huesos. ¡Dios mío, se
moriría! Se moriría sólo dos días antes de su
matrimonio, Dios mío. Eso era la explicación del
milagro de ayer. Su padre la miró, en el otro extremo de
la mesa, y pareció advertir su desventura.
—No
dormiste —dijo—. Estuviste llorando.
Lo
miró.
—¿Por
qué me miras así? —preguntó él.
Su
madre, al lado de su padre, la vio también. Entonces sí
ella se asustó.
—¿Cómo
lo miro? —preguntó.
—Como
si... —empezó a decir él. Miró a su mujer, como
preguntando algo—. Como si... estuvieras pensando en
suicidarte.
Su
madre se levantó, y ella la vio perderse en el pasillo que
iba a la cocina.
—Cómo
puedes pensarlo —dijo.
Su
pregunta pareció convencerlo.
—¿Estuviste
llorando? —preguntó sin embargo.
Ella
no sabía qué decir. Su madre apareció por el otro
comedor y la defendió.
—Es
el matrimonio —dijo—. Siempre se tienen pesadillas.
Aprovechó
la interrupción y le pidió a su madre que la ayudara a
ir al jardín. Sentía rencor por su padre; siempre lo tuvo.
Él la ofendía constantemente por su enfermedad de
inútil y últimamente lo hacía con más frecuencia.
Quizás por eso precipitó la fecha del matrimonio.
En el
jardín, cuando su madre se fue, empezó a llorar
suavemente, como siempre lo hacía cuando se quedaba
sola en la casa; pero esta vez se sorprendió. En una
visión fugaz vio las flores. Estaban quemadas. Las
flores por donde había arrastrado el cuerpo del hombre
estaban quemadas. ¡Dios mío, las flores estaban quemadas!
Entonces sí estuvo segura. Se moriría. “¡Dios mío!”,
pensó. Y lo decidió rápidamente. No se moriría
mientras estuviera vestida de novia. Ella lo sabía. Como
pudo, entró al cuarto y se cambió el vestido. “¡Dios
mío!”, pensó. El vestido le quedaba un poco largo y
quizás hasta un poco ancho. ¿Acaso estaba muerta, y
sólo su espíritu deambulaba por la casa? Pero no, ella
sabía y sentía que estaba viva. Empezó a sudar. No
lograba entenderlo, pero sudaba y tenía miedo. Si se
había probado el vestido el martes y estaba segura que
ese día estaba exactamente a su medida. “¡Dios mío!”,
se decía. Cada minuto sentía menos sus piernas. Pensó
qué haría para ir a la cocina y buscar la comida que
su madre le dejaría preparada.
Había
perdido la noción del tiempo cuando sonaron los tres
golpes en la puerta. No había sentido cuando sus padres
se fueron, y ahora sonaban los golpes. Y ahí lo entendió.
Sería en un accidente. Sí, moriría en un accidente.
Pero no le dio miedo, porque sabía que no se
moriría mientras estuviera vestida de novia. Auxiliándose
de la pared, cruzó el comedor y la sala.
Era el
desconocido. Ella quiso cerrar la puerta, pero él se lo
impidió introduciendo un pie a la casa y mirándola. “Dios
mío”, pensó, “durmió con las prostitutas”.
Entonces se dio cuenta que estaba descalza y llevaba el
vestido de novia.
—Vine
a darle las gracias —dijo él, todavía con un pie
dentro y el otro afuera.
—¿Las
gracias? —preguntó. No lo entendía. ¿Era, acaso,
también cínico?—. ¿Por qué?
—Por
lo que hizo ayer —dijo.
Ella
lo examinó. Perecía decirlo de todo corazón. Además,
estaba limpio y había cambiado de ropa. Lo invitó a
pasar y él la ayudó a caminar, recogiendo el vestido
que arrastraba por el suelo.
—Lo
siento —dijo ella, en la sala.
—¿Por
qué? —preguntó—. ¿Por dejarme pasar o por el
vestido?
—No,
no. Por lo de ayer.
—Ah
—dijo él.
No
supo precisar cómo fue ni quién comenzó, pero cuando lo
descubrió estaban sentado muy juntos. Sintió el calor de
su cuerpo. “¡Huele a prostitutas!”, pensó. Pero
sabía que no, que su olor era inconfundible porque ella lo
había sentido durante toda una noche y media mañana. Él
pareció confundido y le preguntó por qué iba vestida de
novia a esa hora y con tanto calor. Le dijo que se lo
probaba. “Le cae bien”, dijo. Lo invitó al jardín.
“No siempre hace tanto calor para esta fecha”, dijo.
“Aquí hace menos calor”, añadió. “Será porque
está muy cerca del río”.
El
hombre caminaba muy junto a ella, y ella sentía que el
calor de su cuerpo la excitaba.
—Es
extraño —dijo ella.
No la
escuchó. Se había detenido, apoyándose en su hombro
derecho. Qué atrevimiento. Apoyarse en una inválida.
Ella lo examinó. Parecía estar mareado. “¡Se está
poniendo mal!”, pensó. Como pudo, lo ayudó hasta el
banco. Pero, Dios mío, ¿cómo podía ser? Ayer, apenas
podía moverse. ¿Estaría muerta? Pero no, tanto el
tiempo como el espacio eran reales. Por ejemplo, por la
altura del sol, ella supo que eran las doce y que podría
llover en la noche.
Él
estuvo mejor allí.
—¿Sucedió
algo? —preguntó ella.
Él la
miró detenidamente, sin prisa, como la miraba Ricardo
cuando estaban en la universidad, y le señalo las flores.
—Las
flores —dijo—. Siempre me han enfermado.
Fue
inevitable. Quizás por la timidez de él. Quizás por la
soledad de enferma de ella. La primera caricia llegó en
realidad por accidente. Los pies descalzos de ella se
enredaron en el vestido y casi cae de espalda al suelo,
pero él evitó que cayera, abrazándola; después la
apretó en el pecho y la besó. Sólo sentía el calor de
sus manos en el cuello, y un tremendo calor recorriendo su
cuerpo. “Dios mío”, pensó, “me estaré poniendo loca”.
Las manos del hombre andaban entre sus muslos cuando
pensó cuánto las manos del hombre la excitaban. Ella
sabía hacia dónde se dirigían esas manos calientes.
—No
lo hagas —dijo.
Avergonzado
quizás, el hombre se levantó. Iba a dejarla allí con
aquel vestido. Sola. ¡Dios mío, iba a morirse! Cómo
llegaría al cuarto.
—¡No!
—dijo ella.
Y
abrió el vestido hasta el pecho, con un valor que
realmente no tenía, y él vio sus senos rojos. Empezó a
desnudarla, acostándola sobre la amarilla hierba rodeada
de piedras.
—No
—dijo ella—. Con el vestido.
Él no
la entendía, y seguía besándola y quitándole el
vestido. Le explicó que se moriría si se lo quitaba
—si era que no estaba muerta.
—Sería
una lástima —dijo él—, si estuviéramos muertos.
Ella
lo invitó a la cama, en la casa.
En el
cuarto, ella no sintió el tiempo sino cuando, aún
abrazados en la cama, escuchó las risas de las
prostitutas del otro lado de la calle. Se levantó, desnuda
aún, y auxiliándose de la pared, caminó hasta la
ventana. Contempló el movimiento en la casa de enfrente,
como lo había hecho tantas otras veces, en
circunstancias tan diferentes. Pensó que eran las
cinco.
—Tienes
que irte —dijo—. Pronto vendrán mis padres.
Él la
besó. La ayudó a vestirse. Mientras cerraba el vestido
en la espalda, la besó en el cuello, buscó sus manos y la
apretó fuertemente. Caminaron por el corredor, cruzando
la sala. Antes de abrir la puerta, él la miró, parada en
el medio de la sala; parece que iba a decirle algo,
probablemente acerca de su vestido de novia, pero cambió
de idea.
—Gracias
—dijo, y salió.
Rápidamente,
por la puerta abierta, ella lo vio correr. No entendía
por qué corría. Recogió el vestido y caminó,
auxiliándose de la pared, hasta la puerta, y vio los sietes
guardias que seguían al hombre, armados con rifles. Él
había corrido hacia la casa de las prostitutas y ellos
venían, por la acera opuesta, en la esquina. “Dios mío”,
pensó. “Lo matarán”.
Cuando
llegaba a la puerta, uno de los disparos debió haberlo
alcanzado en un hombro porque ella vio cómo su cuerpo se
sacudió y la sangre empezó a correr rápidamente por
su espalda, debajo de la camisa. Apoyada de la pared, se
volvió para mirar a los militares que se aproximaban,
disparando, y sus miradas volvieron a encontrarse; él
allá, en el último escalón que subía a la casa, y ella
en la puerta, en la otra acera. Ella iba a decir algo,
pero todo sucedió tan rápido que no dijo nada. Y
escuchó las voces de las prostitutas, dentro, gritándole
que entrara, que la puerta estaba abierta.
—La
puerta está abierta —gritó.
Él no
tuvo tiempo para escuchar su voz. Simuló que levantaba
los brazos y que iba a caminar en dirección al grupo de
militares, que seguían disparando y habían cubierto de
agujeros la pared de la casa, pero de pronto giró y se
lanzó al río. Los militares, corriendo hacia el río,
siguieron disparando sobre la línea roja que crecía en el
agua. Después de buscarlo, desde afuera, entre el agua,
desistieron y regresaron a los escalones de donde había
saltado. Examinaron la sangre en el suelo y en la pared,
contaron los agujeros en la pared, dijeron algunas
palabras entre ellos, pero ella no entendió, y
caminaron a lo largo de la calle, sin mirarla. Los vio
marcharse y contempló la línea de sangre, ahora clara,
río abajo. Se había escapado.
El
camino a su cuarto fue largo y difícil. Sentía que no
tenía más fuerza, y que el vestido era cada vez más
largo. Cuando lo logró, se tiró en la cama. Era un
bandolero. Los militares lo buscaban por eso, como
a los otros. “Dios mío”, pensó, “ahora sí
estoy loca”. Pensó no pensar en nada, y de pronto
volvió a sentir que se iba a morir.
—Marías
Getrudis —escuchó la voz de su padre, en el primer
comedor.
Se
asustó. Tenía que decírselo de alguna forma. No sabía
cómo, pero cuando entrara al cuarto se la arreglaría y
le diría “papá, no hay matrimonio”. Arregló la cama
como pudo, pero él la llamó, ahora con una voz dulce y
suave. Malas noticias, pensó.
—Marías
Getrudis —repitió en la sala.
Ella
apareció cayéndose en la puerta plegadiza, vestida aún
con el vestido de novia. Escuchó su madre llorando en la
otra sala. Se apoyó en la pared.
—Qué
—preguntó.
Su
padre la miró. Su madre dejó de llorar.
—Ricardo...
—dijo él.
No
terminó. Parece que no sabía cómo decirle lo que tenía
que decirle. Ella buscó a su madre con los ojos en la otra
sala, y vio el paquete. Estaba en la sala, con una cinta
rosada, y envuelto en un papel blanco dibujado con novios
en las orillas de los ríos, debajo de los puentes. Adivinó
la silla de ruedas.
—Qué
—preguntó. Iba a agregar “qué pasó”, pero no lo
dijo.
—Ricardo...
—volvió a decir su padre.
Su
madre entró tratando de ocultar su llanto.
—Se
mató —dijo—. Tu Ricardo se suicidó esta mañana.
Ella
escuchó a su madre, aún apoyada en la pared, y no se
movió. No le dolía, Dios mío. Es más, se alegró. Sí,
de alguna manera se alegró. Porque ahora estaba
completamente segura que no iba a morirse, porque
ya se había consumado su presentimiento.
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