PRIMEROS PASOS, 2
ii


HABLANDO DE EDAD

Mi orgullo: haber nacido en mayo, dice mi hermana.
Llamarme Francisco Alberto, dice mi hermano,
siempre enamorado de abril,
pero siempre condenado a vivir en el verano.
Entonces se habló de flores, de edad y hasta de estrellas
tendiéndose sobre la ventana de mi hermana.
Tener un avión de palo, dice mi otro hermano.
Mi orgullo: una iglesia, mujeres, un nombre
y otras cosas de menor importancia, dice mi padre.
Caer de golpe en la miel, dice mi abuelo,
y mirar, arriba, mis esposas muertas, flotando.
Dice mi madre: Que mis cinco casas
no las han destruído la lluvia ni mis antepasados.
Y es verdad: todas están orgullosas,
tienen provisiones para sobrevivir el verano
e incluso hay una estrella con dos lámparas azules
siempre iluminado los calendarios.
Alguien pregunta por mí, mi inventada casa en el campo,
y una que otra torre construida por antepasados.
Mi orgullo, digo —para decir algo—:
llevar un nombre de iglesias en el corazón
y en la carne el nombre de mi padre.




MI TÍA RECUERDA EL FUTURO

La noticia fue difundida en el noticiero de las doce:
Finalmente lo mataron.
“Qué bueno”, dije. Estaba solo con mi tía en la cocina,
pero muy pronto teníamos compañía: mi tía estaba llorando.
“No digas eso, querido”, dijo. Y aumenta el llanto.
Pero no dijo nada cuando le pregunté por qué estaba llorando.

Pensé (era mayo: aunque no crecieron las flores,
sí llovió mucho, porque recuerdo que en casa
fue necesario construir techos nuevos),
pensé, sí, que mi tía dijo eso (y además lloraba)
porque le dolía su muerte:
quizás habían sido amantes
en uno de esos turbios veranos.

Algunos años después tuve que pagar mis deudas
con el Gobierno (es decir, estuve preso;
pero nada de importancia:
contrariedades con el gobierno y cuestiones de clases).
Cuando retorné a casa, encontré a mi tía llorando
mientras escuchaba canciones y poemas
celebrando los hechos y andanzas del bienamado.
Dije: Qué bueno que lo mataron.
“No lo digas otra vez”, dijo. “Como ves,
Dios también tiene su calendario.”
Pero entonces, y aún no sé por qué, no pude preguntarle
por qué estaba llorando.




QUÉ HACERLE

Tía miró el retrato de la mujer,
pegado con hielo sobre la pared.
“¿Y quién es la reina?”, preguntó,
con esa segunda intención tan común en nuestros antepasados.
Ana Belén, dije, sin entrar en el pasado.
Pero mi tía no entiende de fábulas o de trabajos literarios.
Le canta a los ángeles, dije, que se han extraviados
buscando barcos piratas y criminales blancos.
Pero fue necesario recordarle mi felicidad en el teatro.
Ella entonces me odió, me odió
con ese rencor de gente sola detrás de cortinas y ventanas:
ella bien sabía que siempre soñaba con sus ojos
(dos lámparas azules que siempre iluminaban mi alma):
ellos siempre arrastran mi corazón hasta la puerta del alba.
“¿La que canta?”, preguntó, y añadió:
“Ah, sí. La que ocultas debajo de la cama”.
Y quizás pensó en la mujer
acostada con leprosos en las camas de sal.
Acarició mi pelo, y me preguntó por la hora,
siempre esperando por mi segunda llegada.
Cuando desperté esa tarde,
en el suelo, sobre el agua que rápidamente subía a mi alma,
vi el retrato roto en dos mitades:
en ese momento tía salía del cuarto,
cerrando la puerta detrás de ella
y a riendas sueltas llorando.




QUÉ PODRÍA DESEARLE

Ahora su novia, que hasta hace poco
era mía,
me ha preguntado
casi llorando y de pronto
qué podría desearle.

Qué podría desearle, qué podría,
dice ella, y continua llorando
como si de pronto le importara tanto.

Qué muerte, dice,
qué muerte le desea a ese enemigo que crees tan cruel:
qué muerte.

Todo es un malentendido: un malentendido.
Ni siquiera le deseo la muerte:
aunque no puedo negar que a veces,
además de vida eterna, le deseo cosas ingenuas:
como que todas las cosas buenas le pasen
cuando esté durmiendo, soñando que tiene la mejor puta del barrio
o que el alba lo arroje desnudo a la historia
sin nombre, sin apellido, sin dinero, sin memoria.



NUEVAMENTE SOBRE MI PADRE

Mi padre, que siempre exigía una gramática perfecta,
me pedía que pusiera un énfasis especial a los tratamientos,
cargos importantes y títulos, nobiliarios o no:
“no olvides escribirlos siempre en mayúsculas, hijo:
no olvides que son tan importantes y necesarios:
Dios, Divina Providencia, Hágase Su Voluntad”.

Pero nunca discutimos, entonces
—claro, porque después, bueno—,
la forma correcta de escribir Su Excelencia o Señor Presidente.
Quizás porque eran palabras tan usadas
que no necesitaban introducción o comentarios.
Pero recuerdo que mi padre
siempre las escribía en mayúsculas.
Excepto cuando recibió aquella noticia
sobre su eminente deportación y el exilio forzado:
de alguna forma olvidó lo que tanto me había enseñado:
“como usted ordene, señor presidente”
por ejemplo.





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