MUJERES, 2
iii: museo iii


LA CANCIÓN DE AMOR DE J. ALFRED PRUFROCK

Si yo creyera que mi respuesta fuera
a una persona que alguna vez podría retornar al mundo,
esta llama, sin más, quieta estuviera;
pero ya que jamás desde este fondo
escapa un ser humano, sí escuché verdad,
sin temor a la infamia te respondo.


Vayamos, pues, tú y yo
cuando la tarde se haya tendido contra el cielo
como un paciente eterizado sobre una mesa;
vayamos, entonces, por calles casi desiertas,
murmurantes retrocesos
de noches inquietas en hoteles baratos y de una noche
y empolvadas fondas con conchas de ostras;
calles que se prolongan como un argumento aburrido
de intención tediosa
que te llevan a una pregunta abrumadora...
Oh, no preguntes “¿Qué es?”
Vayamos a hacer nuestra visita.

En la habitación, las mujeres vienen y van
hablando de Miguel Ángel.

La niebla amarilla que lava su espalda en el cristal de las vidrieras,
el humo amarillo que lava su hocico en el cristal de las vidrieras
pasó su lengua por el interior de las esquinas de la tarde,
se quedó suspenso largo tiempo sobre los charcos de las cunetas,
dejó caer sobre su espalda el tizne que cae de las chimeneas,
se deslizó por la terraza, dio un salto súbito,
y, viendo que era una noche suave de octubre,
se enroscó una vez a la casa y se quedó dormido.

Y, en verdad, habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza a lo largo de la calle,
frotando su espalda sobre el cristal de las vidrieras;
habrá tiempo, habrá tiempo
para preparar un rostro que acepte los rostros que encuentres,
habrá tiempo para matar, habrá tiempo para crear
y tiempo para todas las labores y los días hábiles
que levanten y dejen caer una pregunta en tu plato;
habrá tiempo para ti y habrá tiempo para mí,
y habrá tiempo incluso para cien indecisiones,
y habrá tiempo para cien visiones y revisiones
antes de que tomemos una tostada y té.

En la habitación, las mujeres vienen y van
hablando de Miguel Ángel.

Y en verdad habrá tiempo
para preguntarse “¿Me atrevo?” y, “¿Me atrevo?”
Habrá tiempo para volverse atrás y bajar la escalera
con un lugar calvo en mitad de mi pelo.
(Dirán: “¡Qué ralo se le está poniendo el pelo!”)
Mi traje matinal, mi cuello que sube firmemente al mentón,
mi corbata, rica y modesta pero asegurada por un simple alfiler.
(Dirán: “Pero, ¡qué delgados son sus brazos y sus piernas!”)
¿Me atrevo
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que un minuto revocarán.

Porque ya las he conocido a todas, a todas ellas:
he conocido las noches, las mañanas, las tardes,
he medido mi vida con cucharillas de café;
conozco las voces que mueren poco a poco
bajo la música llegada de un cuarto distante.
Entonces, ¿cómo podría yo atreverme?

Y he conocido ya los ojos, todos ellos:
los ojos que nos fijan en una frase formulada,
y cuando esté yo formulado, debatiéndome en un alfiler,
cuando yo esté clavado y retorciéndome en la pared,
¿cómo podría entonces empezar
a escupir todas las colillas de mis días y de mis costumbres?
¿Y cómo podría atreverme?

Y he conocido ya los brazos, todos ellos:
brazos con brazaletes y blancos y desnudos.
(¡Pero bajo la lámpara poblado de claros vellos castaños!)
¿Es acaso el perfume de un vestido
lo que así me hace divagar?
Brazos que reposan sobre una mesa o se envuelven en un chal.
¿Y podría yo entonces atreverme?
¿Y cómo podría empezar?

¿Diré: fui, al crepúsculo, por calles estrechas
y contemplé el humo que sale de las pipas de hombres solitarios,
asomados a sus ventanas, en mangas de camisa?..

Yo debí ser un par de manos andrajosas
que rasaron los suelos de mares silenciosos.

¡Y la tarde, la noche, duerme tan apaciblemente!
Alisada por largos dedos,
dormida... fatigada... o bien se hace la enferma,
extendida en el suelo, aquí junto a ti y a mí.
¿Tendría yo, después del té y los pasteles y los helados,
la fuerza para forzar el momento a su crisis?
Pero aunque he llorado y ayunado, llorado y orado,
y aunque vi mi cabeza (ya un poco calva) traída en una bandeja,
no soy profeta (pero esto no importa mucho);
he visto flaquear el momento de mi grandeza
y he visto al eterno lacayo recibir mi abrigo y sonreír estúpida­mente,
y, en suma, tuve miedo.

¿Y habría valido la pena, después de todo,
después de las tazas, la mermelada, el té,
entre la porcelana, entre alguna conversación sobre ti y sobre mi,
hubiera valido la pena
haber hincado el diente en el asunto con una sonrisa,
haber comprimido el universo en una bola
para rodarlo hacia alguna pregunta abrumadora,
para decir: “Soy Lázaro, vuelto de entre los muertos,
vuelto para decírselo todo, se lo diré todo”.
Si una, acomodando una almohada junto a su cabeza,
dijera: “No es eso lo que quise decir, no es eso.
No se trata, en absoluto, de eso”.

Y hubiera valido la pena, después de todo,
hubiera valido la pena,
después de los ocasos y de los patios y de las calles regadas,
después de las novelas, después de las tazas de café, después
     de las faldas que arrastran por el piso
(y esto, y tanto más).
¡Es imposible decir exactamente lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios en
     modelos sobre una pantalla:
¿Habría valido la pena
si una, acomodando una almohada o quitándose un chal
y volviéndose hacia la ventana, hubiera dicho:
“No es eso, en absoluto,
no es eso lo que quise decir, en absoluto”.

¡No! No soy el príncipe Hamlet ni es mi intención serlo,
soy un señor cortesano, uno que servirá
para llenar una pausa, iniciar una escena o dos,
aconsejar al príncipe; sin duda, un instrumento dócil,
obediente, contento de servir,
político, precavido, meticuloso,
lleno de altos conceptos, pero un poquito obtuso;
a veces, en verdad, casi ridículo:
casi, a veces, el Bufón.

Envejezco... Envejezco...
Usaré enrollados los extremos de mi pantalón.
¿Me peinaré el cabello hacia atrás?
¿Me atrevo a comer un melocotón?
Me pondré pantalones de franela blanca y caminaré por la playa.
Allí he oído a las sirenas cantándose una a otra.

No creo que canten para mí.

Las he visto cabalgar sobre las olas, mar adentro,
peinando los blancos cabellos de las olas revueltas
cuando el soplo del viento vuelve el agua blanca y negra.

Nos hemos quedado en los dormitorios del mar
al lado de muchachas marinas
     coronadas de algas marinas rojas y pardas
hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.

“The Love Song of J. Alfred Prufrock”
T.S. Eliot



ODA A UNA URNA GRIEGA

Tú, aún inviolable novia de la quietud,
tú, hija adoptiva del silencio y del tiempo tardío,
narrador silvestre, que así expresa
una historia florida mejor que nuestras rimas:
¿Qué leyenda frondosa persigue tu forma
de dioses o mortales, o de ambos,
en Tempe o en los valles de la Arcadia?
¿Qué hombres o dioses son esos? ¿Qué doncellas remisas?
¿Qué persecución demente? ¿Qué lucha para escapar?
¿Qué flautas y timbales? ¿Qué salvaje éxtasis?

Dulces son las melodías escuchadas, pero aquellas no escuchadas
son más dulces: por lo tanto, ustedes suaves flautas, toquen;
no a los sensuales oídos, pero, más querido,
toquen al espíritu canciones sin sonido:
¡Bella juventud, tras de los árboles, no puedes abandonar
tu canto, ni nunca pueden esos árboles estar desnudos;
audaz Amante, nunca, nunca la besarás,
aunque casi lo hagas-mas no sufras;
ella no puede irse, aunque no tienes tu felicidad
por siempre amarás, y ella por siempre será hermosa!

Ah, ramas afortunadas, afortunadas que no pueden perder
tus hojas, ni nunca decir adiós a la primavera.
Y, feliz músico, infatigable,
tocando siempre canciones siempre nuevas.
Amor más feliz, más, más feliz,
siempre caluroso y aún sin disfrutar,
siempre anhelante y siempre joven;
lejos de toda la pasión humana que respira,
que deja un corazón muy doloroso y hastiado,
una ardiente frente, y una abrasante lengua.

¿Quiénes son esos que vienen al sacrificio?
¿A qué altar verde, oh misterioso sacerdote,
llevas esa novilla que le muge a los cielos
y toda su sedosa caderas con aureola vestidas?
¿Qué pequeño pueblo junto al río o la playa,
montañas construidas con ciudadela pacífica,
se ha quedado sin gente, esta pía mañana?
Y, pueblo pequeño, tus calles para siempre
estarán en silencio; y ni siquiera una alma para decir
por qué estás desolado, podrá volver.

¡Oh, pura forma ática, bella actitud, trenzada
de hombres de mármol y de doncellas excesivamente decorada,
con forestales ramas y la abrumada mala hierba!
Tú, silenciosa forma, nos inquietas
como hace la eternidad: ¡Pastoral fría!
Cuando la vejez esta generación derroche
tú permanecerás, en medio de otro infortunio,
siendo una amiga del hombre, a quien le dirás:
“La belleza es verdad; la verdad, belleza —esto es todo
lo que sabes sobre la tierra, y todo lo que necesitas saber”.

“Ode on a Grecian Urn”
John Keats



NOCTURNO PARA ACORDEÓN

He aquí: yo he guardado madera en el muelle.
Vosotros no sabéis
                                   lo que es
                                                      guardar madera en el muelle:
pero yo he visto llover
a raudales
sobre los botes
y bajo los tablones esconderse la angustia a destajo;
bajo los flandes
y los robles,
bajo los cedros sagrados.

Cuando los guardias espiaban la noche
y la bóveda del cielo era un túnel grande
sin luz en los vagones
hice un fuego de astillas en la boca del lobo.

Vosotros no sabéis
                                   lo que es
                                                      guardar madera en el muelle.
Pero todas las manos de todos los desarrapados
como una farandola,
hacían un juramento al abrigo de mi fuego.
Y era como un milagro
que alargaba las manos inertes.

Y en la niebla se perdían los pasos.

Vosotros no sabéis
lo que es
guardar madera en el muelle.
No sabéis la oración de los faroles de los barcos
—que son de tantos colores
como el mar bajo el sol:
que no necesitan velas.

“Nocturn per a acordió”
J. Salvat-Papasseit





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